Militares pertenecientes al ejército gubernamental ucraniano, prisioneros, son obligados por sus captores pro rusos a pasearse esposados por la calle, donde la multitud les puede escupir o insultar.
Un niño, supuestamente hijo de un yihadista radical, criado en la anglosajona Australia, levanta eufórico la cabeza de un prisionero, supuestamente pertineciente al ejército sirio, decapitado, supuestamente por el progenitor del niño o por sus compañeros mártires. El niño sujeta la cabeza del enemigo, orgulloso, como si de un trofeo de caza se tratara. Las cámaras recojen el evento y lo trasmiten urbe et orbe.
Un ex rapero londinense, metido a yihadista, le corta frente a esas cámaras el cuello a un periodista norteamericano raptado por los radicales semanas antes.
Ciudanos negros son abatidos a tiros por la policía en los Estados Unidos de Norteamérica.
Hace unos meses unas niñas son secuestradas en Nigeria por los radicales islamistas de Boko Haram.
Escuelas y hospitales de la ONU son bombardeadas impunemente por Israel en la franja de Gaza, matando a multitud de de niños, mujeres, hombres, ancianos, todos civiles, todos inocentes. La excusa israelí es que Hamas escondía armas en esos edificios. Durante los bombardeos miles de ciudadanos israelíes jalean a sus militares, saliendo en masa a las calles, como si de una celebración deportiva se tratara. Muchos de los que salían a festejar la masacre, eran padres de familia.
No. No hablo de la segunda guerra mundial.
Ni de la primera.
Ni de la de los seis días.
Ni de las marchas en pro de los derechos civiles en USA en los 60 del pasado siglo.
Tampoco hablo de la Edad Media.
Hablo del año 2014, en pleno siglo XXI...